Había una vez, en un país muy lejano, un rey muy rico que tenía cuatro mujeres.
A su cuarta esposa, el rey la amaba más que a todas las demás. Así es que solía comprarle las ropas más finas, y le mandaba a servir los platos más exquisitos. La mimaba a más no poder. Todo lo que ella le pedía él se lo daba y jamás le negaba nada.
El rey también amaba a su tercera esposa y además estaba muy orgulloso de ella. Siempre solía mostrarla a los monarcas vecinos y hacía alarde de ella delante de todos sus súbditos. El rey estaba muy contento de haber podido conquistarla y la consideraba su logro personal.
A su segunda mujer también la quería mucho. Ella era su confidente, y él le contaba todo lo que sentía y la consultaba cada vez que tenía algún problema difícil de resolver. Ella era inteligente, considerada, paciente, buena consejera, y además le ofrecía apoyo y ayuda durante los momentos difíciles.
Su primera mujer era la única a la que el rey no amaba. No la atendía en absoluto y casi no hablaba con ella, si bien ella le era muy fiel y se esforzaba mucho en pos de él, sin que él siquiera se diera cuenta de cuánto ella lo ayudaba. El rey no sentía gratitud hacia ella por todo lo que ella lo ayudaba pero ella continuó ayudándolo a pesar de todo.
Un día, después de muchos años, el rey, ya anciano, comprendió que se acercaba su fin. Entonces se puso a pensar en toda su vida y en todas las buenas cosas que le habían sucedido a lo largo de su vida, cuando estaba en el apogeo, a diferencia de ahora, que estaba viejo y débil y necesitaba de los demás. El rey pensó: “Tengo cuatro mujeres. No hay duda de que ellas me van a ayudar y se van a encargar de atenderme ahora que me puse viejo y cuando lleguen mis últimos días…”.
Como era natural, el rey se dirigió en primer lugar a la esposa que más amaba: su cuarta esposa. Y así le dijo: “Te amé más que a nadie, te di todo lo que querías y te mimé como a ninguna otra. Y ahora que se acerca el día de mi muerte, ¿acaso estarás a mi lado, junto a mí?”.
Y la mujer le respondió: “¿Qué más puedes darme, mi rey? Ya no me sirves de nada y es por eso que no me quedaré a tu lado, sino que voy a irme con otro”. Al oír eso, el rey se sintió desfallecer y pensó: “Voy a ver a mi tercera esposa, ella que es mi gran orgullo”.
“Oh, esposa mía, tú que eres mi gran bendición y mi orgullo, que te mostré a todos y fuiste el rostro del reino. ¿Acaso ahora te quedarás a mi lado, representando al anciano rey?”.
Y la mujer le respondió: “Cuando eras joven y fuerte, era para mí un orgullo pararme a tu lado, pero ahora, que eres débil y viejo, ¿qué aspecto tendré yo? No. Yo no estoy dispuesta a verme como una pobrecita después de tantos años en que me esforcé por crear una imagen de poder”. Estas duras palabras le partieron el corazón al pobre rey, quien pensó: “Mi segunda esposa es la mejor de todas. Ella siempre estuvo a mi lado y me ayudó en los momentos difíciles. Ella seguramente va a estar a mi lado ahora que estoy por morir”.
Entonces fue a ver a su segunda mujer y le dijo: “Tú, más que nadie, siempre estuviste a mi lado, siempre me ayudaste y siempre supiste tomar las decisiones más acertadas. ¿Acaso también vas a estar a mi lado cuando se acerque mi fin?”.
Y la segunda mujer le respondió: “Lo lamento, pero hay otros que necesitan de mi sabiduría. A ti ya no te va a servir de nada, porque en cualquier momento puedes irte de este mundo. Vendré a despedirme de ti en tu tumba”. El rey no podía soportar el tremendo sufrimiento y la terrible desilusión y ya estaba a punto de darse por vencido.
Pero precisamente en ese mismo momento oyó una voz que susurraba suavemente: “Yo me quedaré junto a ti, mi rey”.
La primera mujer, que como de costumbre actuaba detrás del telón, había escuchado las conversaciones del rey con sus otras mujeres, y al darse cuenta de que ellas lo habían rechazado, ella sintió gran compasión de él.
El rey la miró y vio ante él a una mujer bellísima, pero vestida con recato y en forma muy simple y humilde.
Entonces al rey se le llenaron los ojos de lágrimas y dijo: “¡Cómo pude despreciarte, mi querida mujer, mi primera mujer! Ahora entiendo que tú fuiste la que más se preocupó de mí, y que yo fui como un ciego contigo. Cómo me arrepiento de no haberte atendido más cuando tenía la oportunidad...”.
La mujer abrazó al rey y se quedó junto a él hasta que él expiró por última vez.
Cada uno de nosotros tiene cuatro mujeres en su vida:
La cuarta – es nuestro cuerpo. Por más que lo cuidemos y lo atendamos, y nos esforcemos por mejorarlo, él nos va a abandonar el día en que muramos.
La tercera – son nuestras propiedades, nuestro rango y nuestro dinero. En el momento en que muramos, ya no van a significar nada para nosotros, y pasarán a otras manos.
La segunda – son la familia y los amigos. Aun cuando ellos siempre estuvieron a nuestro lado y verdaderamente se ocuparon de nosotros, solamente van a llegar a acompañarnos hasta la tumba.
La primera – es nuestra alma. Ella permanecerá a nuestro lado por siempre, a pesar de que la descuidamos y no nos ocupamos de ella, de tan ocupados que estábamos en nuestra desenfrenada carrera tras el dinero y los placeres.
Por eso, denle fuerza al alma. Atiéndanla. Cuídenla. Nútranla. Porque ella es la única que se quedará con ustedes por siempre. Por toda la eternidad.
Cree este espacio para llegar a mas personas con las cosas que a mi me gustan y poder compartirlas con ustedes, también debo decir que No me gustan las mentiras, prefiero la cruel realidad, aunque traiga problemas prefiero siempre la verdad.
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lunes, 9 de junio de 2014
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